Autor: Nataniel Castaño
Vivimos tiempos oscuros. A la sombra de la historia, estamos presenciando el mayor auge del antisemitismo desde la Segunda Guerra Mundial. Y lo más insoportable no es solo la violencia física o verbal que sufren los judíos en las calles, en las redes sociales, en universidades o centros culturales. Lo más alarmante es que este odio está encontrando eco en los parlamentos, en los medios de comunicación y, lo que es aún más grave, en las declaraciones de líderes políticos e incluso miembros del Gobierno.
El reciente asesinato de dos personas judías en el Museo Judío de Washington no es un hecho aislado ni un suceso fuera de contexto. Es el reflejo de un clima cada vez más hostil, donde la retórica violenta y los prejuicios milenarios se normalizan con preocupante facilidad. Cuando desde instituciones públicas se lanza una acusación tan grave como llamar “genocida” al Estado de Israel —cuando el presidente del Gobierno declara que “nosotros no comerciamos con un Estado genocida”— se cruza una línea muy peligrosa. Esa acusación, más allá del debate político legítimo, activa ecos históricos cargados de odio y exclusión hacia el pueblo judío.
España, como más de 40 países democráticos, ha adoptado la definición de antisemitismo de la IHRA (Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto), una definición respaldada por el propio Gobierno español. Según ella, acusar de forma infundada a Israel de crímenes como el genocidio, aplicar al único Estado judío del mundo estándares que no se exigen a ningún otro, o negar su derecho a existir —como ocurre con proclamas del tipo “Palestina libre desde el río hasta el mar”— son manifestaciones contemporáneas de antisemitismo.
Esto no implica blindar a ningún país ante la crítica. Como cualquier otro, el Gobierno de Israel puede y debe ser cuestionado cuando sea necesario. Pero hay una diferencia fundamental entre analizar sus políticas y demonizar su existencia misma. Entre el análisis político y la deslegitimación de una nación entera. Además, cuando se ataca genéricamente a un país o se criminaliza a Israel en su conjunto, se está señalando —de forma irresponsable— a todos los que en él habitan: judíos, musulmanes, cristianos, drusos y otras minorías que conviven en esa sociedad. Y cuando el lenguaje político cruza esa línea, se alimenta directamente el odio que desemboca en violencia.
Deslegitimar la existencia de Israel, demonizar a sus ciudadanos y usar el conflicto como justificación para atacar a judíos en cualquier parte del mundo no es activismo. Es antisemitismo. Y cuando ese discurso emana del poder, corremos el riesgo de institucionalizar el odio.
No se puede combatir el racismo ni el autoritarismo mientras se tolera el antisemitismo. No hay derechos humanos si se excluye al pueblo judío. No hay justicia si se convierte a los judíos en blanco del resentimiento o de conflictos ajenos.
Esta carta no es partidista. Es una llamada urgente a la conciencia democrática. Porque la historia ya nos enseñó cómo empiezan estos procesos. Lo que aún podemos evitar es cómo terminan.
Hoy, más que nunca, hay que decirlo sin ambigüedades: Decimos basta.
Decimos nunca más.
Decimos ahora.