Autor: Nataniel Castaño
El 27 de enero de 1945, hace 80 años, las tropas soviéticas liberaron el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, el lugar que se ha convertido en el símbolo del horror de la Shoá. Este aniversario nos recuerda uno de los capítulos más oscuros de la humanidad, cuando el régimen nazi llevó a cabo un genocidio sistemático que acabó con la vida de seis millones de judíos, además de millones de otras víctimas, incluidos gitanos, personas con discapacidad, homosexuales y opositores políticos.
Auschwitz no fue solo un lugar de sufrimiento, sino el centro de una maquinaria de exterminio que encarnó el odio en su forma más despiadada. Recordar lo que ocurrió allí no es solo un acto de memoria; es un compromiso para luchar contra el antisemitismo, el odio y la negación que aún persisten en el mundo. Recordarlo es también una oportunidad para reflexionar sobre el uso y el abuso del término «genocidio», particularmente en el contexto de la guerra en Gaza.
Según la Convención de la ONU de 1948, el genocidio se define como «actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso». Esta definición captura la esencia de lo que ocurrió durante el régimen nazi: la intención explícita y sistemática de exterminar a todo el pueblo judío. La Shoá fue un genocidio sin precedentes y lo que la hace única no es solo su atrocidad, sino la manera industrializada en que se llevó a cabo. Los nazis no solo asesinaron, sino que diseñaron un sistema organizado para la aniquilación total: deportaciones masivas, guetos, campos de concentración y exterminio, y cámaras de gas. Fue una operación estatal que buscaba borrar la existencia de un grupo humano entero, no por sus acciones, sino por su mera identidad.
Este aniversario nos recuerda que la palabra «genocidio» tiene un significado profundo y específico. Banalizarla o usarla incorrectamente desvirtúa tanto la gravedad de la Shoá como de otros genocidios reconocidos, como el de Ruanda o el de Armenia. En debates contemporáneos, a menudo se utiliza la palabra «genocidio» para describir
conflictos armados o guerras, como el conflicto entre Israel y el grupo terrorista Hamás.
Si bien es legítimo denunciar las pérdidas humanas y las violaciones de derechos humanos que ocurren en cualquier guerra, es crucial distinguir entre una guerra y un genocidio.
La diferencia clave radica en la intención. En la Shoá, el exterminio de los judíos no era un daño colateral ni el resultado de un enfrentamiento; era el objetivo explícito. La Alemania nazi buscaba la eliminación total de los judíos, independientemente de su edad, género o afiliación política.
En Gaza, las muertes ocurren en el contexto de un conflicto bélico, en el que Israel y el grupo terrorista Hamás son actores enfrentados. Aunque las consecuencias de la guerra son trágicas y devastadoras, Israel no tiene una intención sistemática de exterminar a la población palestina. El conflicto en Gaza está enraizado en cuestiones territoriales, políticas y de seguridad, y NO en un deseo explícito de eliminar a un grupo étnico.
Usar el término «genocidio» para describir la situación en Gaza no solo es inexacto, sino que trivializa lo que verdaderamente representa un genocidio. Al hacerlo se está diluyendo la gravedad de crímenes como la Shoá.
Recordar la Shoá es una tarea urgente, especialmente en un mundo donde el antisemitismo sigue en aumento y las teorías de conspiración proliferan. Negar, banalizar o distorsionar lo que ocurrió en Auschwitz y otros campos de exterminio no solo es una forma de odio, sino también un peligro para las generaciones futuras. La memoria de la Shoá no es solo un recordatorio de las consecuencias del odio llevado al extremo, sino una advertencia sobre lo que puede suceder cuando normalizamos la intolerancia y dejamos que la desinformación reemplace a la verdad. Preservar esta memoria implica proteger el significado del término «genocidio» y asegurarnos de que se use con precisión y respeto.
Así mismo, recordar la Shoá no significa ignorar las tragedias actuales. Las muertes de civiles en cualquier guerra son desgarradoras y deben ser denunciadas, pero es fundamental hacerlo sin caer en analogías que distorsionen la verdad y la historia. La Shoá no fue solo una tragedia para los judíos, sino para toda la humanidad. Fue un recordatorio de lo que ocurre cuando el odio se institucionaliza, cuando las mentiras se convierten en armas y cuando una sociedad entera permite que el prejuicio se convierta en política de estado.
En este 80 aniversario de la liberación de Auschwitz, debemos honrar a las víctimas no solo con palabras, sino con acciones. Eso significa luchar contra el antisemitismo, educar a las nuevas generaciones sobre la historia y proteger la verdad frente a quienes intentan distorsionarla. También significa usar términos como «genocidio» con el respeto que merecen, reservándolos para describir crímenes que realmente cumplen con su definición.
Recordemos que la memoria de la Shoá no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para construir un futuro donde el odio y la intolerancia no tengan cabida. Honremos a las víctimas manteniendo viva su historia y gritemos juntos Nunca Más.